Sorprendente. Manu Leguineche se lanza a la aventura australiana y descubre un horizonte de 360 grados, una vacuidad absoluta, un paisaje de la Edad de Piedra apenas hollado por los pies del hombre. Espacios desmesurados, toda una cura para claustrófobos, imposibles de abarcar con ningún medio conocido.
Se detiene con parsimonia y reflexiona con calma sobre los primeros pobladores, lo que quedó de ellos tras el exterminio, los
sobrevivientes, los que no tuvieron la decencia de morirse, como
hubieran deseado algunos blancos. Incide en la injusticia y el holocausto cometidos con ellos, un genocidio en nombre de la civilización, que nos obliga a reflexionar sobre la naturaleza humana, sobre su crueldad y su desmesurada ambición. Porque ellos son los dueños de Australia. El capitán Cook no descubrió nada.
Las dimensiones de esta tierra nos resultan mareantes; quince veces la superficie de España con la mitad de nuestra población, cifras difíciles de imaginar y determinantes en su idiosincrasia. Leo en un cártel "Todo el mundo necesita creer en algo. Yo creo que necesito otra cerveza". El medio influye y determina, el sol conforma el carácter. Y aquí, como en el resto del mundo, se encuentran los locales con los turistas, aunque aquí tenemos dos tipos de habitantes y los contrastes son mayores. Ante el Uluro, una formación rocosa de dimensiones desmesuradas como todo en este país -350 metros de altura, 9 kilómetros de contorno y 2,5 de profundidad-, cada uno lo ve de una forma. Para los turistas que hoy lo invaden, es una fotografía; para los nativos, un lugar sagrado, el hogar del dios solitario.
Un paseo sofocante por el clima y la vergüenza.
Un paseo sofocante por el clima y la vergüenza.